Descripción

Al disiparse el humo de la terrible masacre de Agincourt (1415) se pudo apreciar la verdadera magnitud de la catástrofe. Francia estaba hecha pedazos; su nobleza diezmada y dividida en dos facciones enfrentadas, su confianza hundida, su monarquía secuestrada. El vencedor, Enrique V de Inglaterra, impuso un tratado de paz que, en la práctica, implicaba la disolución del reino: conforme a sus términos, el rey de Francia, Carlos VI, conservaría la corona pero, a su muerte, sería heredada por Enrique, fundiéndose ambos reinos en uno solo. La victoria inglesa, tras casi un siglo de guerras, parecía completa. Y, sin embargo, en aquel preciso momento, cuando todo parecía perdido, apareció de repente un hálito de esperanza en la forma más inesperada, la de una campesina adolescente, sin experiencia militar ni de gobierno ni credencial alguna, que decía ser la emisaria de Dios para restaurar el reino de Francia. Su nombre era Juana de Arco. Y, de pronto, todo dio un vuelco.